Arturo Alejandro Muñoz
PRÓLOGO
EN EL ROMÁNTICO Santiago de los años ’60 la bohemia desenvolvía sus redes con absoluto dominio de las noches capitalinas. Lugares como el MonBijou, BimBam Bum, Picaresque, La Sirena, Lucifer, TapRoom, El Zeppelín, El Rosedal, El O’Higgins, Catacumbas 2000, La Víbora Azul, El Tronío, etc., se encargaban de atraer a los clientes como la miel a las moscas. Las noches de fin de semana eran, definitivamente, espléndidas…y muchos varones –en especial solteros- decidían terminarlas en lugares con jolgorio más desenfrenado.
En aquella época, la casa de mis padres se encontraba en las proximidades de la avenida Vicuña Mackenna, muy cerca de la actual calle Santa Isabel, por lo tanto mis zonas de recorrido diario situábanse en los alrededores de esa inigualable esquina, especialmente en la fuente de soda “Munich” y en la multicancha del Centro Vasco (“EutzkoEtxea”) donde cada tarde grupos de empresarios y comerciantes bilbaínos bebían jerez jugando “Mus”.
Con los amigos del barrio acostumbrábamos desarrollar en la impecable multicancha de ese local -ocupado como dije por vascos nostálgicos de sus tierras- disputados partidos de baby fútbol en las noches, con iluminación, camarines y duchas con agua caliente. No nos cobraban un peso por ello; claro, en nuestro grupo participaba Javier Zulaika, hijo del concesionario del EutzkoEtxea, pero también estaban Ivo y TonkoTomicic (quienes en el futuro serían tíos de la conocida modelo TonkaTomicic), Nibaldo Carreño (hermano de doña María, dirigente del Audax Italiano y dueña del restaurante ‘Munich’, ubicado en la esquina de Avenida Vicuña Mackenna con Santa Isabel), Tito Álvarez, Ricardo Diez, Valentín Bayó, Elías Pizarro, Leonardo Domínguez, Guillermo Larrazábal, Teobaldo Brugnole, los mellizos Höehmann y, por supuesto, quien escribe estas líneas.
No obstante, lo que importaba en ese entonces eran las noches de sábado (o mejor dicho, las madrugadas de domingo) luego de haber disfrutado de uno de los dos shows de boite La Sirena (el de la 1:00 o el de las 3:00 de la madrugada), pues resultaba ser un verdadero rito asistir en tropel a la cuadra del 500 en calle San Camilo, precisamente a esos 100 metros ubicados entre Santa Isabel y Argomedo, para ‘cerrar la noche’ bailando con las muchachas y bebiendo cual esponjas el líquido que contenía la clásica ponchera que las ‘misses’ servían a destajo (y cobraban como carajo).
Pertenecíamos al barrio, por lo tanto, nos conocían…y me aventuro en asegurar que en aquel ambiente también se nos respetaba, ya que la mayoría de los componentes del grupo del EutzkoEtxea éramos alumnos universitarios, pero universitarios en una época cuando en Santiago existían solamente tres casas de estudios superiores (la ‘U’, la UC y la UTE) e ingresar a uno de esos planteles significaba ser admirado, respetado y bien considerado por todos los vecinos…incluyendo las ‘niñas’, maricones, cafiches y cabronas de los burdeles de San Camilo.
Debo aclarar que en la cuadra del 500 de esa pecaminosa vía llamada San Camilo, un burdel ‘la llevaba’ (como dicen hoy los jóvenes). Se trataba de la cas’e putas del Chico Lucho. Por lejos, el prostíbulo más visitado y de mejor ‘renombre’ en el ambiente de aquel barrio donde había mucho para ‘vitrinear’ y mucho más aun para beber, jugar pool, bailar y sandunguear hasta el amanecer, ya que en la avenida 10 de Julio (a escasos 150 metros de allí), varios locales de comida y diversión mantenían sus puertas abiertas, e iluminados su frontis, como invitantes imanes para el sediento, el hambriento y el caliente, entre ellos, ‘El Chunchito”, “Las Cachás Grandes”, “El DaGino”, “Tiburón”, “El Fresia”, “El Suiza” e, incluso, el más elegante y caro de los moteles de aquellos días: “el Valdivia.
Un atardecer de primaveral domingo, Ivo Tomicic llegó a mi casa transmitiendo la propuesta que encendería nuestras juveniles luces. El barrio tenía un club deportivo, un equipo de fútbol, que lidiaba la punta de la tabla en feroz competencia amateur, la cual cada día martes contaba con una página completa en el diario que tenía más lectores en Chile: el ‘Clarín’. Se trataba del C.D. Unión Santa Isabel… donde uno de sus máximos dirigentes… ¡ya adivinaron!, ¿verdad?… era el afamado ‘Chico’ Lucho.
Juro ante la Biblia, el Corán, la Torah y el Popul Vuh, que hasta el día de hoy me ha sido imposible averiguar cómo se enteró el Chico Lucho de que nosotros éramos buenos ‘pa’la pelota’ y que, más allá de las bromas y la chimuchina, formábamos parte de las selecciones de fútbol en nuestras respectivas Facultades Universitarias (Filosofía y Educación, Economía, Ingeniería, Química y Farmacia, Derecho). Lo concreto es que ‘don Luchito’ –esmirriado y con ojos de puto viejo- pilló de casualidad a Ivo Tomicic dando vueltas por la cuadra del 500, y le endilgó la pregunta fatal. “¿Si ustedes (los del grupo del EutzkoEtxea) son del barrio, viven aquí y aquí la pasan bien, y además son excelentes futbolistas, por qué no ayudan a mi club –que es también el de ustedes, porque es el del barrio- para obtener el campeonato provincial?”
Y nuestro querido Ivo Tomicic mordió el anzuelo y se comprometió a conseguir el concurso de los ‘universitarios peloteros’. El segundo gil en picar, fui yo. Después cayó el resto…con más facilidad que el salmón barato (que pica hasta con hollejo de uva). Ahora entiendo el viejo refrán de los estibadores de Valparaíso: “díganle al huevón que tiene fuerza, y cargará solito el barco”.
En fin, mejor vayamos al meollo del asunto. Durante siete días domingo integramos –seis de nosotros- el equipo ‘A’ del Unión Santa Isabel en las canchas de la Séptima Zona en Santiago. Siete domingos, siete triunfos, siete días martes destacados en las páginas del ‘Clarín’. Y llegamos a la gran final…contra el C.D. Tropezón, la que se llevaría a efecto en una cancha-estadio de cuyo nombre no quiero acordarme porque, sencillamente, no me acuerdo; me parece que estaba cerca del viejo Gasómetro, allí donde el Colo-Colo de esos años mantenía sus campos de entrenamiento bajo la batuta de Andrés Prieto. Pero esa es otra historia en la cual también tuve algún grado de participación, y que espero relatar algún día.
La ‘gran final’ fue anunciada, voceada y magnificada por el diario ‘Clarín’ y la Radio Del Pacífico, conmocionó al ambiente futbolero santiaguino provocando un revuelo inaudito en las ‘huestes femeninas’ del burdel del Chico Lucho y en todo el barrio Argomedo/San Camilo/Santa Isabel. ¡¡Éramos la gran esperanza de los vecinos!!
Por cierto, en nuestras respectivas escuelas universitarias tratamos de pasar desapercibidos y ninguno de nosotros abrió la boca para relatar tamañas vicisitudes, aunque en mi particular caso muchos alumnos del Pedagógico descubrieron que yo era parte del equipo del Unión Santa Isabel…pero esos queridos compañeros, magníficos y solidarios, sellaron también sus labios.
LA NOCHE DE LA “CONCENTRACIÓN”
Habíamos llegado triunfantes a la final del torneo amateur,…era posible entonces obtener el título de ‘campeones’ y pese a tener el 2º lugar asegurado, nuestro dirigente barrial, “Chico’ Lucho, exigió que el equipo, ese día sábado previo al partido definitorio, se concentrase en algún lugar donde nadie pudiera interrumpir el descanso de los guerreros jugadores.
El sitio escogido fue -¡cómo no!- el mismísimo burdel que regentaba el Chico Lucho en la calle San Camilo, relativamente cerca de nuestros propios domicilios. Por cierto, ninguno de los ‘futbolistas’ había tenido la mala idea de contarles a sus padres la actividad que iban a realizar ese sábado, ya que ello habría derivado en una escandalera y, además, en el ahogo de tan interesante final de campeonato. Ese fue, tal vez, nuestro segundo error.
Nos concentramos a medio día del sábado. Tuvimos una cálida recepción encabezada por el mismo propietario del burdel junto a dos de sus ‘ayudantas’ favoritas, una de las cuales lucía tanto maquillaje que era posible pensar que se trataba de una artista circense o de alguien dedicado al magnífico teatro de los mimos. Demás está decir que el dueño del local –el ya mencionado Chico Lucho- esa noche cerró el ‘negocio’ colocando en la puerta de ingreso un cartel que daba cuenta de nuestra “concentración deportiva” para la gran final del campeonato de los barrios.
Obviamente, al atardecer –o al anochecer, para ser más preciso- se dejaron caer por allí los primeros periodistas, entusiasmados no por el partido de fútbol del domingo a media tarde, sino para indagar por qué estábamos allí, qué hacíamos para ‘matar el tiempo’ (o la gallina, como publicó el deslenguado diario ‘Clarín’ el día domingo, el día mismo del partido final), con qué mujeres estábamos durmiendo, cuánto trago bebíamos, etcétera, etcétera. Las aprensiones y suposiciones periodísticas aumentaron al momento de la llegada –imprevista, por cierto- de un muy buen amigo de Elías Pizarro y de quien escribe estas líneas. Se trataba del entonces afamado cantante Marco Aurelio, quien dijo que “iba de pasadita sólo a saludarnos”, pues debía presentarse a su actuación en boite La Sirena, en ambos shows, esa misma noche.
– ¿Vas a ir a vernos jugar mañana? –le pregunté.
– Mañana estaré en el Hipódromo y luego en el Club Hípico…corren dos de mis caballos –respondió con premura al despedirse en la puerta principal mientras los periodista luchaban con el energúmeno que impedía el ingreso de “no invitados” esa noche a la cas’e putas.
¿Y qué ocurría al interior del burdel? Las ‘chiquillas’ se esmeraban en atendernos bajo la batuta del mismo Chico Lucho que no nos abandonó un solo instante. El más entusiasmado era nuestro DT (entrenador), don Misael, un muy buen hombre, trabajador municipal, obrero del aseo y los jardines, el que me parece jamás había visto tanta carne frente a sus ojos en toda su existencia… y me refiero a la carne asada y a la ‘otra’, pues don ‘Misa’ desapareció de escena antes de la medianoche, y a ninguno de nosotros nos cupo duda de que dormiría poco y nada, ya que la Jenny le acompañó gustosamente a ponerse el pijama y comprobar la tibieza del lecho.
A esa misma hora, medianoche, desaparecieron los periodistas… y al interior del resguardado burdel se soltaron las amarras. La letanía de una monocorde y lánguida estadía durante la interminable tarde de aquel sábado, al llegar la hora de la Cenicienta se transformó en jolgorio, bailongo y otras yerbas. No estoy autorizado –aún- para dar nombres, pero sí puedo contar que en aquel saloncito de la luz tenue y los sillones manchados, observé el mayor contorsionismo sexual que he presenciado en mi azarosa vida. ¡¡Diablos!!, descubrí entonces que nuestro arquero, goalkeeper, golero, portero, meta o guardavallas, era realmente el hombre goma.
A las dos de la madrugada –para variar- aparecieron los ‘tiras’. O los detectives, si alguien no entendió. Solicitaron los documentos de identidad de todos y cada uno de nosotros. En aquellos tiempos la mayoría de edad se lograba al cumplir los 21 años. Tres de los seis universitarios presentes no tenían aún esa cantidad de calendarios en el cuerpo. ¡¡Problemas!!
– ¿Dónde está el encargado responsable de este equipo, el entrenador? –preguntó a viva voz el ‘tira’ que oficiaba de jefe de la patrulla, mientras las putas se encogían en los rincones del burdel como babosas cubiertas de sal, y el Chico Lucho conversaba tímidamente en voz baja con otro de los detectives, un tipo joven, en el saloncito aledaño.
La Dorothy fue a buscar a don Misael y logró sacarlo de su dulce estar junto a la Jenny. Nuestro DT apareció con el cabello revuelto y una cara de felicidad y sorpresa que prefiero no describir. Se deshizo en explicaciones ante el ‘tira’ mayor, a la vez que yo –prepotente como siempre- exigía a los detectives mostrar sus credenciales. Me da incluso vergüenza decirlo, pero el asunto se aquietó cuando otro ‘tira’, de edad indefinida, se enteró por boca de TonkoTomicic que mi tío Rafael Mera era el Presidente de la Corte de Apelaciones de Valparaíso. Una secuela de murmullos al oído, de policía en policía, puso fin a la visita. Los ‘tiras’ se marcharon y todo volvió a la calma.
Bueno, a la calma, calma, no. La música de boleros y cumbias regresó al saloncito a la vez que el mariconcete que estaba encargado de la cocina y decía llamarse Smith (se creía gringo el tipo) acarreaba bandejas con sándwiches de jamón-queso y jarros con borgoña. Mareados, sudados y enfermos ya de tanta sandunga, baile y cánticos a coro, los ‘deportistas’ nos fuimos a la cama cuando el reloj marcaba las cuatro de la madrugada.
Seis horas más tarde, las ‘niñas’ nos despertaron ofreciéndonos ducha con agua caliente y desayuno. Juro y rejuro que no tengo la más remota idea de lo que ocurrió entre las cuatro de la mañana y la hora del despertar, pues sólo sé que junto a mí, cuando abrí los soñolientos ojos, descubrí que descansaba el cuerpo desnudo de la Natalie… y ‘Tommy’, el gato regalón de las chiquillas, encorvado como un ovillo a los pies del desordenado lecho.
A las tres de la tarde de aquel domingo, una fila de zombis –equipados con camisetas blancas cruzadas por una franja horizontal azul- deambulaba, desde la micro Avenida Matta que el club contrató para nuestro transporte, hacia los camarines del estadio donde más de mil de fanáticos alentaban a los equipos que disputarían la final, ora nosotros, ora el Tropezón Fútbol Club.
Cuento corto y al callo. Tropezón triunfó sin apelación. Convirtieron esos diablos los dos goles que les dieron la copa, mientras nosotros jamás pudimos siquiera poner en reales apuros al golero adversario. ¡¡Saludos al legítimo campeón, Tropezón Fútbol Club!
Una semana después, junto a los hermanos Tomicic y Nibaldo Carreño, me topé en boite La Sirena con Marco Aurelio poco antes de iniciarse el show de la una de la madrugada. El genial cantante nos abrazó a la vez que lanzaba duras críticas a nuestras escasas capacidades de machos carreteros. “Un verdadero deportista es capaz de bailar toda la noche, beber cinco litros de borgoña, comerse un pollo asado, hacerle el amor a una hembra ardorosa, y después, en la tarde siguiente, ganar una final de fútbol”, nos dijo, con voz de profeta.
Estaba más que claro. No éramos realmente deportistas ni tampoco éramos –para el concepto de aquellos años- suficientemente ‘machos choros’. Solamente éramos, simple y claro, buenos muchachos, universitarios, gozadores de la vida, inofensivos… pero muy pronto –antes de lo supuesto y de lo deseado- dejaríamos de serlo.
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Usted ya debe haberse percatado que esta no es una novela. Tampoco es un cuento. Es un relato de breves aconteceres que acaecieron en un inmueble que fue mi hogar desde antes de reestructurarse, por necesidades económicas de mis padres, en una especie de “residencial” a la que arribaron personajes variopintos, algunos de los cuales se convirtieron –hasta el día de hoy- en entrañables amigos, al grado incluso de seguir considerándonos (medio siglo después) verdaderamente parientes, familiares.
El relato transcurrirá en un lapso acotado, desde el año 1961 hasta, aproximadamente, el primer lustro de la dictadura, vale decir, 1978. ¿El lugar? Mi antiguo hogar… Argomedo 50, a escasos metros de la avenida Vicuña Mackenna, a la altura del N° 500, y además a tan solo dos cuadras de lo que en ese entonces era el ‘paraíso del pecado’, la calle San Camilo y sus burdeles.
Por cierto, era otro Santiago. Una ciudad, a pesar de los pesares, todavía semi provinciana pero con pretensiones de gran metrópolis. No había Metro ni portales electrónicos. Tampoco circulaban ya los viejos tranvías al estilo de la californiana San Francisco o la carioquísima Río de Janeiro, aunque en pleno centro -o ‘downtown’ (para que los siúticos entiendan)- uno que otro trolley bus deambulaba aún por calles como Merced, Monjitas y Catedral. Por nombrar algunas, claro está.
Hacia el oriente de la ciudad, lo más lejano que yo recuerdo –en aquellos años- era el Drive In Lo Curro, más allá incluso de la famosa discoteque ‘Las Brujas’ y del inolvidable ‘Charles’, donde en innúmeras oportunidades llegamos a servirnos un ‘sandwich’ a bordo de queribles automóviles de esos años, como el Simca1000, los insuperables Fiat (125 y 1100), las fieles ‘citrolas’ (de Citroën), los Volvo B-16, o los viejos Borgward, ya inexistentes incluso como marca.
La historia de la ‘residencial’ Argomedo se inscribe en esos años. Tome asiento… y disfrute de un relato que lo sorprenderá, y que además difícilmente podrá encontrar en periódicos, revistas y canales de televisión actuales. Para todos ellos, lo que aquí se lee resulta inconveniente en lo moral y políticamente incorrecto ¿Cachó el mote?
Pero, es necesario que usted logre ubicarse en el viejo Santiago de aquellos tiempos. Específicamente en el entorno de lo que fue mi barrio. Por eso me permito entregarle un listado de los sitios, lugares, lupanares y maravillas culinarias, deportivas y culturales de esos ya idos calendarios.
No los eche al saco del olvido, pues conociéndolos (o identificándolos) podrá dar verosimilitud a lo que, desde este momento y hacia adelante, se relate. Anote y recuerde.
Cine Regina
Centro Vasco
Fuente de Soda Munich
Panadería “Santa Isabel”
Bar “New York”
Club Deportivo “Santa Isabel”
Fuente de Soda “Suiza”
Fuente de soda “El chunchito”
Boite La Sirena
Restaurante Las Cachás Grandes
“El chico Lucho”
“La calzón flaca”
“La Pilar Alejandra”
Pool y Billares “Alonso”
Hotel ‘Atenas”
Y, obviamente, Argomedo 50.
Ese era el barrio de mis años mozos. ¿Lo anotó? Bien, entonces vamos a ello.
UN BARRIO BRAVO
Éramos curicanos. Procedíamos de un tranquilo lugar –aún con fuertes tintes campesinos- conocido como la ‘ciudad de las tortas’, la que en aquellos tiempos no pasaba de ser sólo un pueblo grande si se le miraba con la óptica actual que otorga característica de ‘ciudad’ a complejos habitacionales y comerciales de enorme extensión.
Decididos a dejar Curicó y trasladarse a la capital del país, mis padres vendieron la casa en la que viví desde mi infancia hasta cumplir adolescentes 16 años, y a la cual, de ahí en más, me fue difícil regresar para adormecer nostalgias recorriendo de nuevo parte de la calle Carmen, donde mi antiguo hogar se encontraba a escasas dos cuadras de la hermosa Plaza de Armas y sus palmas centenarias.
En el rápido traslado a la gran metrópolis, junto a algunos enseres, transportamos también nuestro aire provinciano y nuestra ingenuidad de sureños. El mes de abril del año 1961 mi padre compró la enorme casona de dos pisos ubicada en la calle Argomedo, en Santiago, signada con el número 50.
Tengo grabado a fuego en mis retinas la arquitectura de aquel barrio al momento de nuestro arribo. Me parecía más relevante poder insertarme en algún grupo de amigos que habituarme físicamente a mi nuevo hogar. Por mi juvenil mente circulaban todavía las historias de aventuras y ‘chorezas’ protagonizadas por jóvenes pandilleros capitalinos –calificados por la prensa de la época como “coléricos”- las que en provincias, relatadas bajo las estrellas en noches de estío, habíanse convertido casi en leyendas. La del “Carloto” era, sin duda alguna, la más famosa.
En plena época de los ‘rebeldes sin causa’ –motejados como ‘coléricos’ por la prensa- un fatal hecho estremeció al país. Al atardecer del día 13 de abril de 1959, Carlos Boassi – a bordo de una motocicleta Ducatti- fue a buscar a su polola, María Luz Tamargo González, de 15 años de edad, a la Plaza de Armas de Santiago, específicamente en la Librería ‘Tamargo’, cuyo propietario era el padre de la muchacha.
Juntos, como una normal pareja de enamorados, se dirigieron a contemplar las estrellas de aquel anochecer otoñal en los potreros aledaños a la entonces despoblada avenida Peñalolén, en la esquina de calle Cruz Almeyda. Allí se desató la tragedia. Luz María Tamargo falleció en extrañas circunstancias. ¿Asesinato o suicidio?
Cuatro décadas más tarde, el 30 de octubre del 2003, el diario “La Cuarta” comunicaba el deceso del otrora famoso muchacho agregando algunos antecedentes del luctuoso hecho acaecido en abril de 1959:
< Víctima de cáncer falleció ayer jueves Carlos Boassi Valdebenito, el «Carloto», conocido también como el James Dean chileno, uno de los últimos grandes «coléricos». Sólo lo sobrevive Peter Rock, con quien compartió los mejores años de su juventud, su pasión por las motocicletas y la velocidad. El nombre de Boassi interrumpió violentamente la siesta pueblerina del Santiago de 1959, la tarde del 13 de abril.
<Cerca de las 19 horas, el «Carloto» pasó a buscar a su polola María Luz Tamargo González, de 15 años, en su moto y se la llevó de paseo a Peñalolén. En sus bolsillos, el joven llevaba su último chiche de niño consentido, una pistola Famae 6,35 milímetros.
Faltaban sólo minutos para las 20 horas cuando una vecina de calle Cruz Almeyda escuchó un disparo. Corrió hacia donde poco antes había visto a la pareja y, al llegar, vio a la niña en el suelo. De su sien derecha manaba un hilo de sangre.
<«Se suicidó, porque la iba a dejar», le dijo el «Carloto».
<La justicia no le creyó y la gente se dividió. Muchos lo acusaron de homicidio.
<Se presentó voluntariamente ante el magistrado Raúl Guevara Reyes, del Sexto Juzgado del Crimen, quien ordenó su inmediata detención.
<La opinión pública de la época lo despedazó en un juicio público ventilado a través de la prensa.
<«No juzgaron al ‘Carloto’, sino que a los ‘coléricos’, a la juventud rebelde», le dijo Boassi al periodista José Carrasco -posteriormente asesinado por la CNI-, cuando finalmente obtuvo su libertad, tras cumplir la mitad de la condena a trece años que le impuso la justicia por inducción o colaboración en un suicidio.
<El cabro siempre alegó inocencia. Dijo que fue sorprendido por un súbito arrebato de la lola cuando le mostraba el arma.
<Salió libre en diciembre de 1967, tras cumplir la mitad de su pena en la cárcel de Melipilla, luego que la justicia acogió una petición de clemencia solicitada por su mujer y rubricada por el Presidente Eduardo Frei Montalva.
<Chile nunca fue el mismo tras la muerte de María Luz Tamargo y el juicio al «Carloto». La tranquila siesta de la tarde había terminado y comenzaban las pesadillas.>
Ello había ocurrido en 1959, pero solamente dos calendarios separaban aquella historia de mi arribo a la gran ciudad, y en mis ensoñaciones adolescentes seguía transitando el cúmulo de leyendas atribuidas a los ‘coléricos’, jóvenes imitadores de la muchachada estadounidense que mostraba el cine de Hollywood, aunque los nuestros, los criollos, pertenecían a familias acomodadas económicamente y, además, mostraban una rebeldía inefable que montaba motocicletas en las que desafiaban a la pueblerina policía de esos años.
Pero, era yo un chiquillo flaco y enteco, casi un palo con zapatos… un verdadero chuzo si de bailar se trataba. No obstante, tenía enormes sueños de un futuro colmado de bienestar y felicidad. En medio de esa nubosidad fantasiosa desfilaban mis esperanzas de convertirme en una especie de líder en algún grupo de pares. Ilusiones de provinciano, claro está, pues en Santiago, y en ‘ese’ barrio, tales pretensiones superaban cualquier quimera.
Afortunadamente, no era consciente de mis debilidades, cuestión que a la larga jugó a mi favor. De no haber sido así, es un hecho cierto que habría terminado convertido en guiñapo humano, frustrado y solitario. Nunca envidié a ninguno de mis amigos, ni sentí rencor contra Dios o natura por no haberme hecho más atlético. Muy por el contrario, siempre barrunté que eran la inteligencia, la sabiduría, la información y el nivel cultural los únicos elementos capaces de marcar diferencias sustantivas entre los seres humanos. ¡¡Y yo, a esa temprana edad, creía ser inteligente y audazmente creativo, con lo que –sin base alguna- sentíame superior cerebralmente al resto de mi generación!! Los futuros años junto a la cruda realidad derribarían ese preconcepto.
Lo concreto, en esos días iniciales en calle Argomedo, es que mis padres no conocían realmente el barrio, tampoco su historia ni la característica que lo hacía ‘famoso’ en casi todo Santiago. A 100 metros de distancia, paralela a la avenida Vicuña Mackenna, la calle San Camilo poseía vida propia cuando la noche derrotaba al día en cada jornada, pues en casi todas las viviendas ubicadas en esa vía, entre Argomedo por el sur y calle Santa Isabel por el norte, el negocio era el mismo; burdeles, burdeles y más burdeles.
El patio de mi nueva casa colindaba con terrenos de la Clínica y Maternidad ‘Pinard’, cuyo ingreso era por la avenida Vicuña Mackenna. Más allá de esa clínica, siempre hacia el sur y paralela a calle Argomedo se encontraba un hermoso callejón, Virreynato, de tan sólo 80 metros de extensión, que unía la amplia avenida con la pecaminosa San Camilo.
¿Pecaminosa? Claro… y peligrosa. Muchas veces mi hermano Pablo y yo hubimos de arrastrarnos hasta el balcón del segundo piso para observar –cual espías imberbes- peleas a navajazos y, en varias ocasiones, a balazos, protagonizadas por habitués de alguno de los burdeles que, luego de la francachela, seguramente entraban en disputas con los cafiches o con las meretrices del lupanar, asunto que terminaban ‘arreglando’ a lo que es tajo y tiro. La cuestión es que, por lo general, luego de correr en fuga -o en persecución- como almas que se lleva el diablo, terminaban trenzados en peleas a muerte frente a las rejas de nuestro antejardín, vale decir, a escasos metros de la avenida Vicuña Mackenna. Por cierto, tales peleas y grescas acaecían los fines de semana, entrada ya la madrugada poco antes de que el vecindario despertara de su descanso nocturno y el barrio se entonara, una vez más, con otro tipo de vida, más sano y menos belicista.
La policía uniformada (Carabineros) llegaba a las grescas tarde, a destiempo y con actitudes tanto o más matonescas que la de los protagonistas del “all fight”. Recuerdo especialmente dos de esas situaciones, aunque en una de ellas participaron policías de Investigaciones. Obviamente, a las cuatro de la mañana, tendidos de guata en el embaldosado piso del balcón, fisgoneando silentes, a oscuras y con los ojos tan grandes como platos de postre, Pablo y yo observábamos a placer cuanto ocurría en la calle.
Quizás, otra persona -distinta a mi estructura valórica- habría optado por envolver estos recuerdos y sepultarlos diez metros bajo la nieve de los Andes, con la intención de jamás permitirles conocer la luz y evitar de tal laya posibles vergüenzas en sus nuevos grupos de pares y amistades. Yo pienso lo contrario. Con ello no pretendo dar a entender que las situaciones vividas en ese barrio inolvidable constituyan un motivo de orgullo, pero debo reconocer que nunca las he ocultado…más bien las he contado una y mil veces, considerándolas exactamente lo que son: parte de mi vida, y si ustedes me apuran, algo que siempre me ha resultado grato es reconocer mi pasado valorando aquello que debe ser valorado: la remembranza honesta del ayer.
El barrio era bravo… ni hablar. Pero, estoy cierto que nosotros -mi familia y mis amigos –en una importante medida le otorgamos cierta identidad que finalmente se transformó en impronta, de corta duración, pero profunda. A ese respecto no me cabe duda que mi padre fue uno de los personajes principales, cuyo actuar rutinario, su relación con la gente y con mis amigos, era tan natural y espontáneo que puedo asegurar –sin temor a error- que él carecía de conciencia respecto de sus propias características. Es que mi padre tenía ideas únicas… estrambóticas, pero únicas.
Fue en la noche de San Juan. ¿En qué año? No puedo precisarlo con exactitud; quizás en 1968…no lo sé. Sólo recuerdo que en ese día del mes de junio hacía un frío bárbaro. Había garúa y muy tempranamente la gente se recogió a sus hogares. A mi padre se le metió en la cabeza que aquello de “tesoros ocultos en la noche de San Juan” era algo que podía tener visos de realidad, de posible realidad; y como él siempre fue un hombre poseedor de buena suerte decidió salir a medianoche, con una pequeña palita en la mano, dispuesto a rastrojear en el antejardín, haciendo un pequeño hoyo en la tierra, pegado a la alta y gruesa verja de fierro.
Protegido con un grueso abrigo de color tan oscuro como esa noche, estuvo largos minutos encuclillado, accionando la pequeña pala, horadando la tierra, esperanzado en encontrar algo de valor…¡¡algo de valor, un tesoro oculto quién sabe por quién ni cuándo, en el antejardín de su propia casa!! Las locuras de mi padre no tenían parangón, pero al interior de la familia nadie las discutía… después de todo, había acertado tres veces (sí, TRES veces) el número ganador del gordo de Lotería. Con ese curriculum, sólo cabía apoyarle en sus lucubraciones, ¿o no?
Opté por no discutir con él y dejarle que saliera al frío, a la garúa y a la negrura de una noche nublada para hacer de campesino inefable y rastrillar la tierra del antejardín, mientras Santiago (y Argomedo) dormían ajenos a los vericuetos propios de una leyenda en la que –siendo muy sincero- ya nadie creía. A excepción de mi viejo, claro está.
Cuando se acomodó ante las ligustrinas y puso rodilla en el piso, nadie, absolutamente nadie transitaba por la calle en ese instante. ¿Quién iba a caminar a medianoche en una jornada donde el frío calaba los huesos, más aun en un día laboral que pregonaba la necesidad de descansar para seguir con la rutina del trabajo a la mañana siguiente?
Pero, había alguien. Un cansado santiaguino, arropado como para viajar a la Antártica, caminaba pegado a murallas y rejas rumbo hacia San Camilo o hacia la avenida Portugal. Solitario, cabizbajo, ensimismado en sus pensamientos y problemas, el individuo apuraba el tranco procurando llegar pronto a su hogar para entibiar el cuerpo.
Sin embargo, en el preciso momento que aquel transeúnte pasaba apegado a la verja de nuestro antejardín (oscuro como boca de lobo esa noche) mi padre tuvo la bendita idea de tomar un descanso en su tarea de ’zapador’ y se levantó bruscamente suspirando profundo, apareciendo (tras las rejas) como una figura diabólica en la gélida noche de San Juan. El pobre tipo dio un respingo, un salto en verdad, y de sus labios escapó, sonoro y claro: “Ahhhh…rechuchas…conchemimadre”, y echó a correr hacia el poniente, perdiéndose en la bruma de esa tétrica medianoche, tal cual si el mismo mandinga lo persiguiera.
Mi viejo regresó al calor de nuestra casa, pala en mano, sin tesoro ninguno pero muerto de la risa. Tenía claro que la noche de San Juan ofrecía sorpresas. El pobre transeúnte, de seguro, pensaba lo mismo a esa hora.
LOS TOMICIC, IVO Y TONKO
Fueron estos hermanos mis primeros amigos en el barrio de Argomedo. Ellos vivían en esa misma calle, pero en una casona ubicada más cerca de la avenida Portugal que de Vicuña Mackenna… aunque siempre bordeando San Camilo. Eran de origen croata y se les notaba a la legua. Altos, voces roncas y porfiados como vascos (pero, insisto, de origen croata). ¡Cuánta historia escribimos en esos años! Jóvenes, irrespetuosos, rebeldes, auténticos, demócratas, solidarios…dos de ellos, Tonko (Antonio) e Ivo (Juan), muchos años más tarde, fueron tíos de quien llegó a ser una de las más destacadas conductoras de matinales de la televisión chilena, TonkaTomicic.
A ella escribí el siguiente artículo, publicado en muchos medios electrónicos. Como era de esperar, nunca contestó, ni opinó, ni dijo siquiera ‘esta boca es mía’. ¿Se avergüenza de su familia? Espero y deseo que no. Antonio era un gran tipo, solidario, franco y leal; un magnífico amigo.
No lo sabes, pero junto a tus tíos viví años de locuras e ilusiones que ya no son posibles. Teníamos años mozos, vivíamos en el mismo barrio, constituíamos un magnífico grupo, éramos jóvenes, solteros y estudiábamos el primer año en la Universidad de Chile.
Tu tío Tonko no; él había ingresado a la Escuela de Carabineros y pronto egresaría con grado de oficial, aunque pronto también abandonaría el uniforme por cuestiones que más adelante te contaré.
Tonko e Ivo Tomicic Humphrey, tus tíos. O si prefieres, Antonio y Juan, en idioma castizo.
¿Sabías que ellos y yo éramos componentes de la Unidad Popular y trabajamos en la campaña presidencial que llevó a Salvador Allende a La Moneda el año 1970? Algunas noches (cuando eran tranquilas aún en Santiago) salíamos a pintar murallas y pegar carteles.
Lo hacíamos en cualquiera de las brigadas existentes en la época, la Elmo Catalán, la Ramona Parra, en fin, no importaba el partido, sólo interesaba Allende. En realidad, ahora lo descubro, pintábamos el mundo con los colores regalados en París el año 1968 por Rudy ‘el Rojo’ y la revolución de las flores.
Obviamente, Woodstock –la gran fiesta musical que puso fin a la cultura hippie en Estados Unidos- fue también uno de nuestros referentes. Hoy, casi cuatro décadas más tarde, sigo considerando que la actuación del grupo comandado por Santana en aquella fiesta, interpretando ‘SoulSacrifice’, brindó el mejor solo de batería que he escuchado nunca. Si desconoces esa presentación, puedes ingresar a Youtube y gozar con la calidad del baterista.
http://www.liveleak.com/view?i=2ec_1240681756
Pero, nosotros, idealistas a concho, tarareábamos letras de canciones muy diferentes, muy nuestras. Quilapayún, Inti-Illimani, Piojo Salinas, los hermanos Parra, Rolando Calderón, Pato Manns, el Temucano, Illapu, Los Jaivas…esa era nuestra música, esos eran nuestros sueños.
Un día cuya fecha ya olvidé, tu tío Tonko apareció por mi casa informándome que había renunciado a Carabineros. ¿Por qué, si era un excelente funcionario? “Mis superiores determinaron integrarme al Grupo Especial, a ese grupo que se dedica a patear traseros estudiantiles y a volar dentaduras de trabajadores. No acepté, ya que deseaba incorporarme a Tránsito y Carreteras”.
Tu tío, Tonka, fue coherente y consecuente siempre. ¿Sabías que él salvó de un asalto y de una posible herida a cuchilla a una mujer en las cercanías de la Estación Mapocho una tarde lluviosa de invierno? Con su metro ochenta y su preparación física obtenida en la Escuela de Carabineros, se interpuso entre la dama y los dos patos malos, a quienes les dio una paliza de padre y señor mío, entregándolos después –amoratados y molidos- a una patrullera policial.
Vivíamos en la avenida Vicuña Mackenna, a la altura del 500, muy cerca de la entonces pecaminosa calle San Camilo donde nunca hubo noches aburridas.
Te prometo que nuestras aventuras juveniles se realizaban en otros lados, como en la boite ‘La Sirena’ (en el show de las tres de la madrugada), o en la barra del inmortal ‘Münich’ que dirigía nuestra querida señora María Carreño, dirigente del Audax Italiano y protectora de Carlitos Reinoso, Chita Cruz y Chamaco Valdés. Los ‘lomitos con palta y tomate’ del Münich aun no son igualados.
No puedo decirte que el golpe de estado de 1973 nos separó para siempre, pues ello sería una falacia. El grupo comenzó a difuminarse en la medida que las exigencias universitarias y laborales impusieron sus términos.
Todos los componentes de aquel fantástico grupo fuimos abandonando el barrio e instalándonos en diferentes comunas del gran Santiago. Yo fui el primero. Luego fue Elías Pizarro, después Leo Domínguez, Teo Brugnole, Willy Larrazábal, Claudio Esquivel, Ricardo Diez, Paul Friederichs, Nibaldo Carreño…hasta que finalmente tus tíos también emigraron.
Pasaron los años y mucha agua corrió bajo los puentes del Mapocho. La antigua amistad de aventuras, ilusiones y sueños se había deshecho en las gasas del tiempo. Poco y nada sabíamos unos de otros.
Sin embargo (¿cuándo ocurrió aquello?), una nueva figura del modelaje nacional comenzó a destacarse en los medios. Eras tú, Tonka, y tu apellido nos hizo rememorar los viejos años, las bellas amistades y algunas de nuestras locas e inocentes travesuras.
Por fin, luego de sorprendentes coincidencias, supimos que eras sobrina de dos de los nuestros. Nos alegramos por ello, ya que gracias a ti hemos ido reencontrándonos luego de decenios de olvido. Involuntariamente, cierto, lograste que fuésemos capaces de recoger hilos añosos para volver a abrazarnos, y eso merece nuestro agradecimiento honesto y sentido.
Pero, fíjate qué lamentable, aún no hemos podido reunirnos con tus tíos. Quizá, a través de estas líneas consigamos lo que falta para reconstruir el viejo grupo, aunque sólo sea para cenar una parrillada acá en el campo de Coltauco, o en las atochadas calles de Santiago.
Querida Tonka, si puedes y si te parece conveniente, te ruego hagas llegar a tus magníficos tíos este pensamiento con el que viaja la esperanza de un ansiado reencuentro luego de tanto olvido y tantas ilusiones cercenadas.
Diles, por favor, que una vez más mi alma de contrabandista, ermitaño de los montes y saqueador de fortunas mal habidas, debe agradecerles con emotiva sinceridad la estupenda conversación que sostuvimos durante tanto tiempo en la guarida de los esperanzados.
El magnífico recorrido cósmico y estelar que allí se realizó, con abundamiento de anécdotas olvidadas por los ignorantes que creen ser sabios, y por los sabios oficiales que en realidad son iletrados a fuerza de servilismo, condujo a mi yo interno hacia las cavernas iluminadas con las lágrimas de Platón, e incandescentes merced a las sonrisas de vestales y pitonisas de la caverna del Minotauro.
Fue, a no dudar, la mejor época de esta perenne primavera. Imposible no crecer con la guía por ellos proporcionada alrededor de las cinco neuronas que distinguen mi escuálido intelecto de aprendiz…tozudo al grado de la insoportable levedad del ser.
Diles, por favor, que estoy por llegar. Que me esperen -como es habitual- con una andanada de promesas de mejor vida y mayor emprendimiento. Llevo en mi morral las fresas silvestres recogidas en el país de las sombras largas y una carta que me entregó para ellos el lobo estepario. Que enciendan la hoguera de las vanidades y abran el boquerón de la quimera del oro, pues celebraremos con chacolí doñihuano ese esperado reencuentro.
Me he atrevido a solicitarte lo anterior porque formo parte de las raíces de tu gente, y las suyas se han entronizado mágicamente en las que me pertenecen. Por eso, y porque cada vez que te veo en televisión o en fotografías de periódicos, concluyo afirmando que podría ser una especie de falso ‘tío abuelo’ tuyo, y que esa otrora majestuosa primavera de mi vida está tocando a su fin.
Lo anterior es solamente una parte mínima de todo aquello que éramos, hacíamos y construíamos en ese barrio. La historia transcurrida entre 1961 y 1978 es amplia, densa, rica en detalles y nutritiva en democracia, lucha y libertad. Pero, también lo es en asuntos esotéricos, fantasmales. Claro que, para conocerlos, siempre fue imprescindible dormir una noche (aunque fuese sólo una noche) en Argomedo 50.
Siempre he pensado que las casas antiguas, especialmente las casonas con numerosos cuartos y dependencias, son depositarias de espectros y espíritus de personas que vivieron en ellas momentos de amargo dolor, o de esperanzas nunca concretadas que finalmente devinieron en nuevas tragedias.
Nuestra casa era una especie de chalet antiguo de dos pisos, construido por el arquitecto Julio Machicao al iniciarse la década de 1930. Contaba con ocho (sí, ocho) dormitorios, todos en el segundo piso; tres baños y baño de servicio, cocina, dos (leyó bien, dos) salas de estar o ‘livings’, una salita de estudio, garaje, antejardín y patio. En el living principal había una enorme chimenea, y mirando hacia el patio se encontraba el colorido vitraux que a juicio de mi madre era una verdadera obra de arte (aunque a mí me recordaba más bien el castillo de Drácula).
También estaba el piano… de media cola… bello, negro lustroso. Una enorme alfombra cubría parte del magnífico piso de parquet recordándonos que alguna vez –no tan lejana- habíamos tenido tiempos espléndidos en lo económico. En un rinconcito, en el espacio que mediaba entre el gran sofá -a cuyas espaldas se encontraba el vitraux– y el inicio de la escalera que conducía al segundo piso (había otra escalera, en la cocina, que llevaba también a ese lugar, pero por la parte trasera de la casona), estaba la mesita con cubierta de mármol y patas de metal bruñido. Sobre ella descansaba el teléfono.
Había mucha vida en ese inmueble. Durante el día y especialmente en las tardes, concurrían a él mis amigos del barrio, como si hubiese sido punto obligado de reunión, además de los amigos y amigas de mi hermano y hermana. Horas después, se sumaban las ‘presencias’ invisibles que acostumbraban visitar la casa de vez en cuando, especialmente pasada la medianoche. Bien decía mi padre que allí había mucha vida, física y de la otra.
No percibimos nada extraño las primeras semanas de nuestra estadía en el nuevo hogar. Recuerdo que llegamos en el mes de abril de 1961, y lo que nos llamó de inmediato la atención fue la enorme chimenea que comenzamos a utilizar desde ese mismo momento. Sobre ella, adosado a la pared, mi padre instaló el hermoso reloj tipo “Big-Ben” que daba sonoras campanadas cada quince minutos, las que podíamos sentir en nuestros dormitorios avanzada la noche, lo que fue divertido y novedoso al comienzo…pero, tétrico y algo espeluznante meses después.
El primer toque de alerta previniéndonos de la presencia inasible de ciertos ‘espíritus’ vagabundeando por la casona ocurrió a la medianoche de un lluvioso domingo, en el mes de junio de 1961. Aún no había pensionistas, ya que a la sazón mi padre seguía siendo un hombre millonario (pero con una peligrosa audacia a la hora de hacer negocios, como quedó constatado años más tarde). En el segundo piso del inmueble sólo estaba la familia.
Mi hermano Pablo ingresó silenciosamente a mi dormitorio y sin encender la luz me susurró con voz medrosa; “hay gente en el primer piso, en el living”. Me asusté. Pensé en merodeadores y en ladrones… era posible, ya que vivíamos a escasos 100 metros de la pecaminosa y bandida calle San Camilo. “Avísale a mi papá”, creo que dije, mientras a pie desnudo, me aproximé a la escalera y puse oído atento. ¡Era verdad! Se sentía cierto movimiento en la planta baja; gente caminando, muebles que eran movidos… y de pronto un carraspeo, fuerte, varonil.
Mi padre apareció en escena. Venía con ceño adusto, disgustado quizás por lo que consideraba “una más de las tonteras que inventan estos cabros”. Con un gesto, colocando mi dedo índice cruzando los labios, le pedí silencio. Mi viejo se encuclilló a mi lado y en menos de un par de segundos abrió su boca en actitud de sorpresa. La quietud se rompió de inmediato. A una orden de mi padre volamos escalera abajo dispuestos a trenzarnos con el merodeador, total, éramos tres contra uno. Como una tromba humana aparecimos en el living; mi hermano encendió las luces… ¿¿?? Nada, nadie… todo en calma y todo en orden. Revisamos la casa en su totalidad: dormitorios, planta baja, cocina, sala de estudio, baños, antejardín, garaje, patio… nada de nada. Todo estaba en su lugar.
Así empezó. Conversamos sobre ese asunto el resto de aquella madrugada, pero ya que nada anormal aconteció en los días posteriores, olvidamos el incidente. Además, el barrio ofrecía cuestiones mucho más interesantes, y de ellas comenzamos a preocuparnos. Se aproximaba el Mundial de Fútbol y la televisión daba sus primeros pasos. En Santiago, Canal 9, Universidad de Chile, abrió los cauces (repito lo dicho: en Santiago… ya que, al igual que en un sinnúmero de otros avances, los porteños de Valparaíso habían sido los pioneros de nuestra TV en el país).
Gobernaba Chile uno de los sectores derechistas, el ‘republicano tuerto’ (como le llamaba mi madre), encabezado por una extraña figura política-no política-empresarial: Jorge Alessandri Rodríguez, hijo de quien fue dos veces Presidente de la República (Arturo Alessandri). ¿Republicano tuerto? ¿Por qué mi progenitora se refería de tal modo a ese sector derechista? Lo supe luego de una extensa conversación frente a la chimenea en aquel suave y seco invierno de 1962. “Estos son piratas –me dijo- pero no requieren parche sobre el ojo malo porque su principal característica es ser caras de palo”.
Todavía no era la política uno de mis intereses mayores, pero mi madre (mujer culta e inteligente) me conducía hacia ella con paso firme. Mi padre, en cambio, se interesaba en asuntos más terrenales, como administrar su pequeña fábrica de calzado (‘Lancer’ se llamaba), las carreras de caballos en el Club Hípico y los nacientes programas de la feble televisión chilena de aquellos años.
Ya que de televisión hablamos, en nuestra casa estaba uno de los escasos aparatos de televisión que podían hallarse en el barrio, ese año 1962. Era un gigantesco ‘Motorola’, que mi madre instaló en el living principal para que nuestros amigos pudiesen ver los partidos del Mundial de fútbol. Nuestros amigos, claro… porque mi hermano y yo contábamos con un “abono” que incluía los tickets de ingreso a todos los encuentros que se disputaron en el estadio Nacional, incluyendo la gran final, en la que por segunda vez en su Historia la “verde amarelha” de Brasil conquistó la Copa Jules Rimet luego de vencer 3×1 a la selección de Checoslovaquia.
Ajena a mis disquisiciones de entonces, la tierra continuaba girando e insuflaba nuevos aires de alegría a un país lejano, situado prácticamente en el culo del planeta, desconocido por los nueve décimos de la humanidad, escondido en un delgado valle flanqueado por la cordillera más larga del mundo y el océano más extenso del globo, aislado por el desierto más árido que se conociese y el paso marítimo más fatídico e impenetrable del que haya habido memoria. ¡¡Cómo no iba a ser importante que se acercara el Mundial!!
Mi padre nos regaló un “abono” que compró al contado (en ese entonces lo que sobraba era dinero), por lo que dos asientos en el sector de la tribuna lateral alta nos pertenecían a Pablo y a mí. Íbamos a ser testigos directos de la gran justa futbolística. Asistiríamos a todos los partidos que se jugarían en el Estadio Nacional, incluyendo por cierto la finalísima de esa copa llamada “Jules Rimet”, en honor al hombre que diera pábulo a la organización del balompié a nivel intercontinental.
Una esperanza soterrada nos carcomía el ego. Quizá, la selección chilena lograse alcanzar el trofeo, pero…las noticias publicadas en los periódicos nos echaban abajo los aviones de la ilusión, pues las distintas selecciones llegaban al aeropuerto de Los Cerrillos trayendo verdaderos “monstruos” de ese deporte que es pasión de multitudes.
Italia mostraba a Omar Sívori, el “Bambino” de origen bonaerense rescatado por los “bachichas” para su jolgorio y soberbia, ya que en aquellos años se aseguraba que el “Calcio” itálico llegaría a ser el torneo futbolístico más importante del globo. Junto a Sívori –muchacho melenudo y blancucho- venían también otros insignes, como David y Ferrini, dos defensas de estaturas impresionantes y mandíbulas cuadradas.
España traía a Puskas, Del Sol, Gento y Distéfano, verdaderas “joyas” mundiales pertenecientes a los “merengues” del Real Madrid.
Los rusos, temibles por sus resultados pragmáticos, alzaban a Lev Yashin como el mejor arquero del mundo…”la araña negra” del Dynamo de Moscú.
Y Brasil….ahhh…Brasil y su “scratch”. Brasil y Pelé…Brasil y Amarildo, Didí, Vavá, Garrincha, Gilmar, Nilton Santos, Djalma Santos y Zagallo. La “verde-amarelha” triunfadora de Suecia y envidia de todos los “peloteros” del universo.
Pero, Chile no les iba en zaga. Habíamos logrado armar un “equipito” nada despreciable, pues en los meses de preparación para el gran torneo, nuestra selección derrotó a muchos cuadros europeos de fuste y fama. Pero un “Mundial” era otra cosa. Sin embargo no teníamos muchos temores, ya que contábamos con verdaderos “maestros” del balompié, como Raúl Sánchez, Jorge Toro, Jaime Ramírez, Luis Eyzaguirre, Honorino Landa, Leonel Sánchez y Tito Fouilloux.
Los días previos a la inauguración de ese campeonato, la adrenalina corría por las calles de Santiago opacando todas las otras actividades del quehacer nacional. La política, el sindicalismo, las huelgas, la pobreza y las discrepancias religiosas, ideológicas o económicas, pasaron a un segundo plano durante más de un mes.
Don Jorge Alessandri, ante un Estadio Nacional colmado hasta las banderas, inauguró el certamen con frases cortas y espartanas.
El primer partido lo disputaron Chile y Suiza, con un triunfo nuestro de tres goles contra uno. Era la locura. Yo dancé hasta las dos de la madrugada en la Plaza Italia esa noche, acompañando a los miles de fanáticos que llenaron la Alameda con serpentinas, papeles, banderas y cánticos.
A la semana siguiente, nuestra selección derrotó 2 x 0 a los encumbrados italianos, en un partido que se caracterizó por el juego rudo, las patadas y los golpes de puño. Jorge Toro abrió el marcador con un disparo desde veinte metros. Jaime Ramírez puso la lápida a los itálicos con un cabezazo que provocó las iras de los europeos. Sin embargo, Leonel Sánchez aplacó la furia de los peninsulares con un puñetazo en la gran mandíbula de David, lanzándolo al suelo y quebrándole dos dientes. Esa tarde -recuerdo claramente cómo berreaba el Estadio- sentí inmenso orgullo por haber nacido en esta tierra olvidada.
Mientras, en las otras sedes –Arica, Viña del Mar y Rancagua- se avizoraba la clasificación de equipos poderosos y preocupantes, como Rusia, Brasil, Checoslovaquia, Hungría y Yugoslavia, quienes junto a Alemania y Chile parecían seguros candidatos a los cuartos de final.
Los germanos nos derrotaron fácilmente 2 x 0 en una tarde nublada y fría, obligándonos a definir el paso a las semifinales con el poderoso equipo soviético en Arica, en el Estadio “Carlos Dittborn”, donde nuestro equipo derrotó a los rusos en un partido histórico, 2 x 1, con goles de Leonel Sánchez y Eladio Rojas. ¡¡Chile había aplastado con su bota huasa el cuerpo peludo de la famosa “araña negra”!! ¡¡Chile pasaba a las semifinales!! ¡¡Chile estaba entre los cuatro mejores equipos del mundo!!
Frente a nosotros se alineaban gigantes del fútbol. Checoslovaquia, Brasil y Yugoslavia. Dos sudamericanos y dos europeos orientales.
Brasil nos derrotó 4 x 2 en un partido de “meta y ponga”, donde el puntero derecho carioca, Garrincha, fue la sensación de la tarde.
Mientras, en Viña del Mar, Checoslovaquia vencía a Yugoslavia en un encuentro frío y de trámite pragmático.
Chile enfrentó a Yugoslavia por el Tercer Lugar Mundial, derrotando a la escuadra europea por un gol a cero, gracias al coraje de Eladio Rojas que no dio por perdido un balón cuando el árbitro miraba su reloj para terminar el encuentro y comenzar el alargue de dos tiempos, de quince minutos cada uno. Nuestro equipo estaba diezmado…con Jorge Toro jugando a duras penas con un brazo en cabestrillo, “Chita” Cruz cojeando visiblemente y Armando Tobar (reemplazante de Fouilloux) golpeado sin asco por los defensores europeos que le sobrepasaban en más de diez centímetros de estatura, nuestras esperanzas de soportar otros treinta minutos de juego eran mínimas.
Sin embargo, Eladio Rojas recuperó una pelota en tres cuartos de cancha y avanzó trastabillando, marcado por dos yugoslavos. Sacó un derechazo con el resto de fuerzas que le quedaban. El arquero europeo se dejó caer hacia su derecha, pues era cosa segura que atraparía el balón. Pero, otro defensor se cruzó torpemente y la pelota rebotó en el taco de su botín, desviándose hacia la izquierda del golero que se encontraba ya en el suelo, a cinco metros de distancia. Estalló la locura en el Estadio. ¡¡Chile ocupaba el tercer lugar en el mundo!! Chilenos y yugoslavos lloraban como niños en el campo de juego. Por diferentes motivos, pero lloraban todos.
El partido de la finalísima del Mundial fue un mero trámite. Brasil, con el apoyo irrestricto de la hinchada chilena, dio cuenta fácilmente de los checoslovacos. Con un juego veloz y galano, a ritmo de samba y gimnasia, los sudamericanos vencieron 3 x 1 y retuvieron la copa que habían obtenido cuatro años antes en Estocolmo.
EL Mundial de Fútbol, Copa “Jules Rimet” año 1962, había terminado.
Todas las naciones del planeta felicitaban a nuestro país por la magnífica organización del evento, y la prensa especializada de los cinco continentes dedicaba páginas y páginas de loas a las selecciones de Brasil y de Chile. ¡¡Qué orgullo, amigos míos, qué orgullo!!
Durante un mes hubo más de tres mil extranjeros en nuestro suelo y ni siquiera puedo indicar un sólo incidente que empañara el torneo. No se registraron robos, ni riñas, ni escándalos…hubo armonía, confraternidad, alegría y deporte. Ni siquiera un garabato coreado por la masa de espectadores puede ser señalado por nadie, ya que no lo hubo, como tampoco se observó alguna pedrada o una botella lanzada al gramado del estadio. Nada de nada. Únicamente corrección, comportamiento civilizado y palmas para los vencedores.
Era otro Chile el nuestro…qué duda cabe.
Pero el país cambiaría…claro que cambiaría, y no para mejor.
Al año siguiente, con los efectos del Mundial aun tamborileando en nuestras sienes, la patria comenzaba a desplegar las banderas político-partidistas para ahogar a la ciudadanía en consignas, marchas y discursos. En 1964 habría elecciones presidenciales.
Para bien, o para mal, Chile iniciaba su propia era de cambios en la convulsionada década de los sesenta.
El país comenzaba a perder los aires provincianos que le caracterizaron por más de una centuria y se sumaba a la lucha ideológica que dividía al planeta desde la reunión de Yalta, casi al término de la Segunda Guerra Mundial.
El fútbol no sería ya una cadenciosa y alegre forma de distraerse los fines de semana. Más rápido que el proceso esperado, aquel deporte también formó parte del quebrantamiento social que atenazaría al país durante los próximos decenios.
Al iniciarse el año 1965 ya no éramos millonarios. Tampoco éramos pobres. Mi padre, en sociedad con mi abuelo materno, echaba a andar una pequeña fábrica de calzado ubicada en la calle San Diego, a escasos metros de avenida Matta, mientras en el mes de marzo de ese mismo año se producía mi ingreso al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile para cursar el primer año de Pedagogía en Historia y Geografía. Para ello, hube de rendir el Bachillerato, prueba de admisión a las universidades de entonces, la que años más tarde fue reemplazada por la Prueba de Aptitud Académica y, después, por la Prueba de Selección Universitaria, que es su denominación actual.
A decir verdad, mi éxito en el Bachillerato abortó uno de los tantos ‘sueños’ que en esos años circunvolaban por mi mente de muchachín imberbe. Una antigua amiga de mi madre, Mary Jordan (profesional universitaria nacida en Bolivia y que había vivido largos años en casa de mi abuela materna en Santiago), estaba radicada en Nueva York, ciudad a la que había llevado a su única sobrina, con quien yo mantenía una nutrida correspondencia epistolar. El asunto es que me entusiasmé con la idea de abandonar Chile y radicarme en Estados Unidos, donde pretendía estudiar la carrera de Periodismo. Mary Jordan (y Joanna, su sobrina) se manifestaron encantadas de que yo viajase a esa metrópolis gringa y me radicase allí. Le propusieron a mi madre instalarme en el departamento de ellas durante el tiempo que requeriría para hablar y escribir la lengua inglesa de manera más o menos digna. Sin dilaciones, realicé variados trámites en la embajada de EEUU en Santiago (en aquella época, ubicada frente al parque Forestal), pues tenía la fuerte impresión de que mi viaje era cosa cierta, coser y cantar.
Pero, al acercarse la fecha del Bachillerato mi madre puso ciertas condiciones. “Primero, rinde esa prueba. Igualmente ella puede serte de utilidad en alguna de las universidades norteamericanas”, me dijo. Y yo, como siempre, piqué fácilmente mordiendo el anzuelo.
Muchos de quienes hoy son abuelos y abuelas se permiten criticar a la juventud actual, tildándola de “rebelde, rara e irrespetuosa”. De tal crítica participan también varios políticos, curas, militares, profesores, policías y periodistas, quienes tienen frágil memoria, son ignorantes en el tema o simplemente poseen ‘mala leche’. Permítanme entonces refrescarles lo que ocurrió hace más de ocho lustros.
Pocas veces en mi larga vida he tenido que asistir, obligado por circunstancias propias del trabajo profesional, a presenciar festivales populares. La primera ocasión en que debí estar en uno de ellos ocurrió hace ya lejanas décadas, cuando el profesor Patricio García (Sociología I, Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Escuela de Servicio Social, Universidad de Chile) me endilgó un trabajo de investigación en terreno, específicamente en el Festival de Piedra Roja, en Santiago, que fue el émulo chilensis de Woodstock.
Era el año 1970, y yo, en ese entonces un joven e inmaduro universitario, aún creía que el mundo me pertenecería apenas lograse titularme. Fui a los Dominicos, asistí durante tres jornadas al festival de Piedra Roja y, a decir verdad, lo pasé ‘chancho’. Mi trabajo investigativo, con exposición incluida, Pato García lo calificó con nota 6,0. Todo un éxito para un alumno de tan exigente académico (García dirigiría luego, desde 1971 a 1973, la exitosa Editorial Quimantú, hecha cenizas y polvo por los ‘cultísimos’ integrantes de la brutanteque Junta Militar de Gobierno). Pero, lo que aprendí y vivencié en los Dominicos resultó impagable e inigualable. Ello sigue siendo uno de mis escasos motivos de orgullo profesional, pues un evento como el realizado en Piedra Roja jamás ha vuelto a repetirse en este Chile melancólico, pusilánime y doble estándar.
Piedra Roja fue un evento musical, al menos así comenzó, que, a decir verdad, tuvo un alma distinta, una conciencia explosiva que delineó rumbos sociopolíticos nuevos, atrevidos a tal grado que imbuyó de energías frescas a una sociedad hasta entonces provinciana y dependiente del establishment norteamericano. A partir de ese evento, la juventud chilena dijo ‘presente’ y marcó camino señero cuyo recorrido de solo tres años -hasta el fatal golpe de estado del 73- delineó el atisbo de una patria distinta, solidaria, justiciera, soberana e independiente. Especial y preferentemente en lo relacionado con la educación superior… la universitaria.
No soy un entendido en la materia; con suerte mi curriculum alcanza para ser un ‘opinólogo de 3ª categoría”, pero a pesar de ello me permito declarar que estoy más que harto de leer y escuchar mil y una teorías de los ‘expertos’ en educación universitaria respecto a la crisis de la misma en nuestro país. Me aburrí de soportar opiniones de eméritos especialistas como Schiefelbeim, Provoste, Marianita ‘la merme’, la Jiménez, el tal Bulnes, Beyer, el vivaracho egresado de 4º Medio (Brunner), y de todo un caleidoscopio de lacayos del capital cuyas propuestas y explicaciones han servido –en este tema- para maldita la cosa, salvo, claro está, para enriquecer más y más a los saurios y especuladores que se instalaron con ‘casas de estudios superiores’.
Respecto de la actual crisis que vive esa educación, el origen real de la misma yo se lo endilgo a los militares… ¡¡sí!!, a los militares y no exclusivamente a los “Chicago boys” ni a esos beatos politicastros ‘cantamañanas’ –como Jaime Guzmán- que aseguraban haber ‘convencido’ fácilmente a los cuatro uniformados ignorantones que estaban a cargo de la dirección general de la dictadura.
Mi teoría es simple. Ella parte con el recordatorio de cuán menguada se encontraba la imagen ‘educacional’ de militares, carabineros, aviáticos y managuás (marinos) en las décadas anteriores al período de la Unidad Popular. No me discuta… ¿o ya olvidó lo que sucedía en el café Coppelia, en Providencia, cada fin de semana durante muchos años en la década de 1960? ¿No lo sabe? Bien, pues, me permito hacérselo conocer. Cada día sábado –al caer el sol- se juntaban en ese café decenas de jóvenes cadetes de la escuela militar, dispuestos a “barrer” con los ‘hippies’ criollos que pululaban por el sector. Peleas casi bíblicas.
“Hediondos; flojos; marihuaneros”, gritaban los cadetes a la muchachada hippie, la cual respondía con epítetos de mayor calibre, como: “incapaces; iletrados… cabezas cuadradas que no les dio el cuero para ingresar a la universidad” (no olvidemos que en esos años en nuestro país las universidades eran escasas, y para ingresar a una de ellas se requería obtener alto puntaje en la ya fenecida Prueba de Aptitud Académica). Y la mocha en Providencia se armaba en menos de lo que canta un gallo. ¡¡Inolvidable fue aquello!!
La pradera pareció arder en toda su extensión cuando la juventud santiaguina, especialmente la que vivía de Plaza Italia hacia la cordillera -imitando lo realizado por los jóvenes estadounidenses en Woodstock a mediados de 1969- decidió organizar un festival de rock en el sector de Piedra Roja (en Los Dominicos) el año 1970. Al 2º día de festival, miles de jóvenes provenientes de todos los barrios de la capital se hicieron presentes y la fiesta fue a todo dar. Desde ese mismo momento, la juventud (y muy especialmente la universitaria) se mostró ante el país como una fuerza emergente, con identidad y expresión propia que incluso iba más allá de la feroz contingencia política de aquellos años.
Según los miembros de los equipos de ‘inteligencia’ de las FFAA se estaba constituyendo un todo orgánico, una especie de ‘continum rebelde, inteligente y audaz’ que tarde o temprano tomaría las riendas de la conducción de la república, lo que en palabras simples significaría para las escuelas matrices de los uniformados no tan sólo una nueva bofetada ‘social y educacional’, sino, también, un acelerado proceso de rechazo ciudadano a instituciones que, como el ejército (y ello hoy está nuevamente puesto sobre el tapete), fagocitaban parte importante del presupuesto nacional sin rendir frutos significativos en la lucha por el desarrollo integral y armonioso de la nación. Para la ‘inteligencia’ militar (y para la derecha dura) era imprescindible minimizar o derribar la privilegiada ubicación social que tenían, hasta ese momento, los jóvenes universitarios, quienes con su sola capacidad y potencia intelectual dejaban en pésimo pie a uniformados de todo orden.
“Piedra Roja” vino a exacerbar esa realidad… le dio el golpe franco a la piñata beata y conservadora que reflejaba el Chile de aquellos años. Replicando lo que habían hecho los jóvenes norteamericanos en Woodstock (Nueva York, 1969), la muchachada chilena, luego de ver la cinta cinematográfica exhibida el 17 de septiembre de 1970 en los santiaguinos cines Rex y Las Condes, llevó a cabo –contra viento y marea- un festival criollo de rock en terrenos pertenecientes al empresario Luis Rosselot, en los Dominicos, Las Condes.
El ‘festival’ se efectuó los días 11, 12 y 13 de octubre de 1970. La policía local -carabineros (pacos) y detectives de Investigaciones (tiras)- como siempre, anduvo perdida en el espacio, ya que los días 08 y 09 del mismo mes (me consta porque estuve allí), grupos de jóvenes del llamado ‘barrio alto’ de Santiago concurrieron durante la noche a “sembrar” marihuana, además de botellas de pisco, ron y whisky, en sectores donde luego se presentarían como participantes del festival, pasando limpiamente las barreras de carabineros que el día 11 de octubre registraban urbi et orbi a todos quienes ingresaban al sector.
Muchos de quienes hoy son abuelos y abuelas, seguramente defensores del sistema neoliberal salvaje, ocupan la primera fila en los grupúsculos que gustan criticar ácidamente a la juventud actual. Esos vejestorios (añosos como quien escribe estas líneas) mienten de manera descarada, pues hace cuatro o cinco décadas eran tanto o más rebeldes que sus nietos. La diferencia entre los ‘tatitas’ de 1970 y los jóvenes de hoy, es que los primeros no fuimos capaces de vencer, de imponer nuestras esperanzas… algo que la muchachada actual –por vías distintas a las que nosotros usamos fracasadamente en esa época- asegura lograr tarde o temprano… con o sin Piedra Roja, con o sin Woodstock… pero con la enjundia de quien sabe que hace lo correcto en beneficio de su futuro y de su país.
USTED, AMIGO LECTOR, de seguro cree que sólo escribo artículos dedicados a los afanes políticos, pues en estos últimos años (no puedo siquiera discutirlo) ese ha sido mi principal quehacer. Sin embargo, reconozco que mi verdadera pasión literaria es retratar el pasado a través de la escritura convertida en crónicas y artículos. Y cuando digo “el pasado”, me refiero específicamente a aquellos lejanos años en los que recorrí lugares y sitios… agarrando experiencia, como decía Cantinflas.
Allá por la década de 1950 (y también durante la primera mitad de la década de los ’60), Santiago de Chile era todavía una ciudad con cierto aire provinciano (si se le comparaba con Buenos Aires, Sao Paulo o Ciudad de México), una metrópolis amable donde las entretenciones que congregaban mayor número de público eran el cine, el teatro, el fútbol y los espectáculos del vodevil (entiéndase, Bim-Bam-Bum, Picaresque, Humoresque, Burlesque, La Sirena, Lucifer, Tronío, etcétera).
En el centro de la ciudad (o ‘downtown’, como le llaman los siúticos) se congregaban los principales cines. Podría marear al lector entregando el listado de ellos, aunque me parece suficiente nombrar las salas que desparecieron hace varios lustros, como por ejemplo el cine “Club de Señoras” (en calle Monjitas), “Baquedano” (en plaza Italia, hoy Teatro de la Universidad de Chile), “Cervantes” (en calle Matías Cousiño), “Roxy” y “Plaza” (en calle Compañía), “City” y “York” (en calle Ahumada), etc., etc. Pero había uno, uno muy especial, que es aquel que deseo recordar en estas líneas para adosarle nostalgia a su memoria.
Era el Cine “Santiago”, que alzaba su estructura en calle Merced, casi frente a la “Casa Colorada” donde vivió don Mateo de Toro y Zambrano, el Conde de la Conquista. Los días domingo aquella sala se repletaba de público… pero no de cualquier público… no… ¡¡qué va!! Era una clientela especial, muy fiel… pues resultaba paisaje habitual observar largas filas de gente frente la boletería, especialmente mujeres, que deseaban disfrutar de las películas del momento, y de los ‘hits’ musicales que esos filmes contenían. Entienda, amable lector que en aquellos años no se conocían los mega eventos que hoy son paisaje rutinario para los vecinos de Ñuñoa que habitan en las cercanías del estadio Nacional. Ni siquiera el Festival de la Canción de Viña del Mar contaba con algo de la parafernalia que conocemos, ya que por esos tiempos los cantantes que actuaban en la Quinta Vergara eran exclusivamente chilenos, como el inigualable bolerista Marco Aurelio y la estupenda Ginette Acevedo.
No, pues… el grueso del público del viejo Cine Santiago (en particular los días domingo y festivos) estaba conformado mayoritariamente por empleadas de casa particular (nanas) y conscriptos del ejército (también Carabineros) en día franco. Era todo un espectáculo, ya que a ellos les acompañaban ‘choros’ y muchachones que trabajaban en la Vega Central, en la locomoción colectiva, en Ferrocarriles, en empresas metalúrgicas. Por cierto, había también algunos ‘chulos’ (peinados a la gomina, vistiendo terno y corbata) dispuestos a dar concreción a sus aires de conquistadores.
Sin embargo, a mediados de los años ’50 (debemos convenir en ello) en la clientela habitual del cine ‘Santiago’ no todos ni todas sabían leer… o, siendo estricto y riguroso, muy pocos alcanzaban a leer en su totalidad los subtítulos del cine con la rapidez que exigen los filmes norteamericanos, franceses y británicos. Por ello, las películas que exhibía esa recordada sala eran exclusivamente de habla castellana… mexicanas y argentinas. Mexicanas, principalmente.
¡¿A ver?! No venga usted, amigo lector, a festinarme diciendo que yo asistía a ese cine porque leía como las reverendas. Se equivoca de plano si así piensa, pues siempre he leído estupendamente bien (desde mis ya olvidados 12 años de edad, cuando en el colegio los profesores me elegían, siempre, para animar y ‘locutear’ todo espectáculo cultural). Incluso el alcalde de mi ciudad natal, Curicó, en esos hoy ignotos tiempos -don Jacinto Valenzuela, para que se sepa- me eligió como presentador oficial para la Fiesta de la Primavera que engalanaba la hermosa plaza de la ciudad de las tortas. Así que, sin dármelas de ‘encachado’, yo leía bien, rápido, fuerte, claro (y entendía lo que leía, asunto que es principal en esta materia).
Bueno, para decirlo con sencilla mención, de vez en cuando yo asistía también al cine Santiago para disfrutar de alguna película mexicana. Me encantaba la voz de Jorge Negrete, la frescura de Pedro Infante y la cadencia musical de José Alfredo Jiménez, Antonio Aguilar, ‘Cuco’ Sánchez y Miguel Aceves Mejías. Encontraba que Sara García, Cantinflas, Tin Tan, Piporro y María Félix eran ‘actorazos’. Pero, por sobre todo, me atraía aquel aroma a “pachulí” que emanaba de muchas chiquillas que se sentaban cerca de mí, y me miraban considerándome “rara avis” (yo cursaba ya mi primer año de universidad) en ese ambiente de milicos, pacos y chulos.
Allí aprendí a valorar, respetar y amar la música latinoamericana de raíces populares y folclóricas. Desde esas nostálgicas películas transité luego hacia Violeta, Chabuca, los Chalchaleros, Zitarrosa, el Quila, el Inti, los Parra, Víctor, el ‘Piojo’, Joao Gilberto…. ¿Ven? Todo comenzó (para mí) en el viejo Cine Santiago, allí donde Pedro Infante le escribió-cantó, en una cantina de pueblo, a ese ‘pelado’ la carta a Eufemia
O en esa película donde Jorge Negrete (¡¡qué voz!!) se enfrentó al inmortal Pedro Infante en duelo de coplas que, al escucharlas un siglo después, me invade la ‘saudade’ y algunos lagrimones escapan de mis ojos. Ello ocurrió en la película ‘Dos tipos de cuidado’… ¡¡cuánto disfruté ese film!!, agregando que fue allí cuando conocí a Emita, una pizpireta chicuela de 22 años que trabajaba en el barrio alto de la época –Avenida El Bosque- en casa del doctor Arenas.
http://www.youtube.com/watch?v=Nxsf58X3y7o
Mi madre, una española de aquellas (luchadora, republicana, culta, informada), me orientó diciéndome que era Mario Moreno (Cantinflas) quien yo debía analizar, seguir e imitar, al menos en el aspecto sociopolítico si mi norte apuntaba a sumar mi concurso a la lucha popular por una democracia verdadera y una libertad sin ataduras. “Te gustan las coplas”, me dijo un día, luego que se enteró de mi predilección por Negrete e Infante. “Entonces aprende estas”, y me regaló el dinero para pagar la entrada a una película de Cantinflas donde el astro mexica se lució sin remilgos.
¿Qué tal? México lindo y querido, ni más ni menos. Aunque en esa época el PRI ya era mafia. Pero, en fin, fue en el viejo Cine ‘Santiago’ donde comenzó mi inclinación al anarco-sindicalismo… y habrían de ser Cantinflas, Negrete e Infante los responsables de ello. ¿Cómo no los he de recordar? Especialmente al bufo mexicano, Mario Moreno, cuya actuación en la película “Su Excelencia” alcanzó grados superlativos cuando se despachó un discursillo que no reflejaba a Cantinflas, el personaje, sino al mero Moreno, el político. Helo aquí, y con él comienzo a despedirme.
http://www.youtube.com/watch?v=WOuHaadMRyU
Mientras muchos de mis compañeros de universidad asistían a presenciar el film de Luis Buñuel, “El discreto encanto de la burguesía” (del que nadie, y me incluyo, entendió maldita la cosa), pero tuvimos que mentirle a Luis Rivano, profe de Filosofía, diciéndole que era una película “única y magnífica”, yo seguía privilegiando nuestras raíces gozando, riendo, cantando y aprendiendo con lo que el cine de habla hispana me entregaba.
Luego, años más tarde, vendrían la crisis de los misiles en Cuba, la ‘primavera de Praga’, la revolución de las flores y Daniel Cohn Bendit en París 1968, la muerte del Ché en Bolivia, la reforma universitaria chilena… y yo entendería todo… claro que lo entendería, pues ya me había preparado para defender lo que significaba mi patria grande latinoamericana y mis compromisos con la libertad, la independencia y la democracia real.
Gracias, cine ‘Santiago’… porque fuiste, en importante medida, elemento significativo para mi formación social y política que, a partir de 1965, fue enriquecida por la mejor casa de estudios superiores de nuestro país, la inigualable Universidad de Chile. Han pasado más de 50 años (medio siglo), y aún llevo a ambos en mi agradecido corazón. Hoy ya no existes… tu lugar lo ha ocupado una especie de (para variar) pequeño Mall o pseudo Caracol comercial; pero mi mente y mi alma continúan observando tu vieja y querida estructura en ese sitio de calle Merced, donde Cantinflas, Infante, Negrete, Aceves Mejías, Piporro, María Félix, Cuco Sánchez y tú, ya no existen físicamente… pero siguen vivos en mi corazón. Y eso es lo que importa. ¿O no?
MIS MEJORES AMIGOS EN ARGOMEDO #50
¿Le parece, amigo lector, oportuno y necesario que dejemos atrás esos recuerdos? Muy bien, entonces regresemos a lo que es esencial en este relato tan entrecortado y entrecruzado por nostalgias que, tal vez, sólo interesan a quien las escribe. Volvamos, pues, a la gigantesca casona de Argomedo Nº 50, en Santiago Centro, y a sus inigualables moradores, lo que por cierto incluye al suscrito y a su propia familia.
Cuando promediaba el gobierno de don Eduardo Frei Montalva (1964-1970), Elías Pizarro Muñoz llegó a ese domicilio. Gran tipo, magnífico amigo y mejor ‘corril’ o ‘socio’ de correrías y vicisitudes. Hoy le considero hermano, más que primo. Además, le debo mucha vena de torero, como llamábamos en aquellos años al apoyo en cuestiones de ‘machos’, asunto respecto del cual, usted, hijo del siglo 21, no tiene la más remota ni prostituta idea.
¿Cómo se llamaban esas ‘nenas’ de la calle San Camilo, allí donde moraba y reinaba el “Chico” Lucho? Ah, sí… Normita y Luciana. El más famoso de los cantantes criollos del Pelotillehue de esos calendarios –en plena “Nueva Ola” musical- era don José Alfredo, “el Pollo”.Fuentes. Las madrugadas de domingo (o noches de sábado), en mi barrio todos queríamos adueñarnos de las caricias (pagadas, por cierto, y nada de baratas) de una hermosa jovenzuela llamada Leslie… muchos (y me incluyo) estuvimos en un tris de lograrlo, pero en el momento menos esperado aparecía el ’Pollo’ y todo se iba a la misma contumelia. Entre gritos de sus ‘fans’ don Pollo se llevaba a la cama a las mejores ‘nenas’ del local… y nosotros, pobres adolescentes habitantes de la calle Argomedo, debíamos contentarnos con la ponchera, los cigarros y las cumbias, mientras el resto de las ‘madamas’ trataban de apaciguar nuestros desenfrenados encantos ya convertidos en huracanes pasionales. ¡¡Ah, dulces y nostálgicos años de juventud malgastada (¿o bien gastada?) en una vida licenciosa e irresponsable!!
He olvidado ya el número de ‘garzas’ bebidas en la viejas fuentes de soda ubicadas en Vicuña Mackenna y Diez de Julio, como “el Da Gino”, el ”Suiza”, el ’Fresia’,. el ’Tequila’, “El Chunchito”, “Las Cachás Grandes” y la mismísima ”La Sirena”, del inigualable e inefable ‘chico’ Aravena. Es cierto, yo vivía a tres cuadras de allí y esos eran mis sitios de habitual recorrido, pero mis amores nocturnos estaban más lejos, allá por la peligrosa calle Bandera cercana a Mapocho y General Mackenna, donde “El Zepelín” era el faraón de la bohemia sabatina.
No recuerdo exactamente la fecha, pero ello debe haber acaecido en el año 1968 cuando llegaron a mi casa-residencial quienes serían luego (hasta el día de hoy) mis entrañables amigos. Elías y Jami… Elías Pizarro y Mohammed Said Tala (Jami). El primero de ellos trabajaba en Bosch-Chile, mientras a la vez estudiaba la lengua de Goëthe en el Instituto Chileno-Alemán. Por su parte, Jami cursaba el último año de la carrera de Derecho en la Universidad de Chile. Elías había nacido en Valparaíso, y Jami era antofagastino.
Desgastábamos noches enteras conversando y aprendiendo cuestiones importantes gracias a los conocimientos y sabiduría de Jami, el que, sin embargo y a pesar de su estupenda educación, temblaba de miedo al menor ruido extraño que sintiera al interior de la casa. A tal extremo llegaba su temor por la nunca confirmada presencia de “espíritus fantasmales” que, siempre al llegar de regreso del hogar de su novia cuando la noche ya había avanzado, Elías y yo teníamos que bajar al primer piso, al antejardín, para acompañarlo hasta su dormitorio. Fue Jami quien me instruyó -con sus charlas informadas, precisas y contundentes- respecto del problema árabe-israelí. Él me mostró una de las caras de esa medalla.
La otra cara de aquella díscola moneda de Oriente Medio la aprendí a través de quien era uno de mis profesores en la universidad, Abraham Tawricky, sociólogo, excelente maestro y, obviamente, defensor a ultranza de todo lo que fuese israelita. ¿Y cuál es la relación de Tawricky con Argomedo #50? Estaba casado con una espléndida mujer, Clarita (obviamente, miembro de la colonia judía residente en Chile), pero como ocurre a muchos matrimonios ellos también pasaron por una etapa de conflictos y desencuentros, lo que obligó a Abraham a dejar su hogar por un tiempo…así llegó a mi casa. Estuvo allí durante seis días, hasta que su desencuentro con Clarita fue superado y regresó a su hogar. Yo festinaba todo esto diciéndole que él había tenido su propia “guerra de los seis días”, en referencia a la guerra árabe-israelí del año 1967.
En fin, Jami -ya titulado como abogado- regresó a su patria chica (Antofagasta), y se convirtió no sólo en un brillante abogado de la Asociación Nacional de Supervisores del Cobre (ANSCO) sino, también, en exitoso empresario cuprífero. Mi querido amigo falleció el año 2018 en Antofagasta.
A su vez, Abraham dejó las cátedras universitarias y se instaló como Rector del afamado y exitoso “Colegio Hebreo” en Santiago. No he vuelto a encontrarme con él desde aquellos desvaídos años del gobierno de Salvador Allende.
Por su parte, mi ‘hermanito’ Elías Pizarro se trasladó a Brasil con el título de administrador de Comercio Exterior. Se instaló en Porto Alegre junto a su esposa Julia Vallade…nos hemos visitado ya varias veces, tanto en Coltauco como en Porto Alegre.
De allí en más, nuestras historias personales fueron otras, las cuales ameritarían un recuento especial dado que, desde 1969 en adelante, muchísima agua corrió bajo los puentes del río Mapocho. Ello será en otra ocasión, pues la casona de Argomedo #50 fue vendida por mis padres a la gente de Greenpeace que instaló allí su sede central.
¿Les visitarán de vez en cuando aquellos “espíritus fantasmales” que aterrorizaban a Jami? Bueno sería saberlo.