El gas y el petróleo han convertido a Qatar en el país más rico del mundo, suficientemente rico como para gastar, aparentemente, US$200 mil millones en estadios e infraestructura para el Mundial de Fútbol 2022. ¿Pero ha traído esta riqueza -casi ilimitada- felicidad a los cataríes?
El clima todavía está agradablemente fresco como para sentarse al aire libre en Doha, capital de Qatar. En unas pocas semanas será imposible, y aquellos que no tienen que trabajar afuera se retiraran al confort de las salas refrigeradas con aire acondicionado.
Por ahora, las familias se relajan en la tarde soleada paseando por la costa. En los últimos años el paisaje ha cambiado tanto que se ha vuelto irreconocible. Torres de vidrio y acero se elevan como un bosque artificial en lo que antaño era una costa totalmente plana.
«Nos hemos vuelto urbanos», dice Kaltham Al Ghanim, profesor de sociología de la Universidad de Qatar. «Nuestra vida social y económica ha cambiado, las familias se han separado y la cultura del consumo ha ganado terreno».
El gobierno de Qatar presenta estos cambios como algo positivo.
De ser una nación extremadamente pobre hace un siglo, el país ha pasado a ser el más rico del mundo, con un ingreso per cápita de US$100.000.
¿Qué impacto ha tenido este cambio en la sociedad catarí?
Pérdida importante
En Doha se siente la presión. La ciudad es un sitio en construcción: algunas zonas están en plena obra o en proceso de demolición. El tráfico es denso. Hace que la jornada laboral se torne más larga y deja a los conductores impacientes y estresados.
Los medios locales informan que ahora el 40% de los matrimonios terminan en divorcio. Más de dos tercios de la población -adultos y niños- es obesa.
Los cataríes tienen educación y medicina gratuitas, trabajo garantizado, subvenciones para comprar viviendas y no pagan por el agua o la electricidad.
Sin embargo, la abundancia trajo sus propios problemas.
«Es desconcertante para los estudiantes que se gradúan enfrentarse con 20 ofertas de trabajo», me dice un académico en el campus universitario de Qatar. «La gente se siente muy presionada para tomar la decisión correcta».
En una sociedad en la que los inmigrantes superar en 7 a 1 a los cataríes, los residentes de larga data hablan de la creciente frustración entre los graduados porque los mejores trabajos van a parar a manos de los extranjeros.
Hay una sensación de que, en el apuro por crecer, se perdió algo importante.
La vida de la familia catarí está atomizada. Los niños por lo general son criados por niñeras traídas de Filipinas, Nepal o Indonesia, y la brecha cultural es cada vez más amplia entre las distintas generaciones.
Umm Khalaf, una mujer de unos 60 años cuyo rostro está escondido tras la tradicional máscara facial, me describió la «belleza simple» de la vida durante su juventud.
«Es doloroso perder la intimidad familiar», dice.
Bajo la mirada del mundo
En la polvorienta planicie del oeste de Doha, en Umm Al Afai -conocido como el lugar de las serpientes- Ali al Jehani me convida una taza de leche de camello recién ordeñada.
«Antes podías ser rico si trabajabas y si no lo hacías, no», me cuenta mientas saborea un dátil. «El gobierno está tratando de ayudar, pero las cosas están cambiando muy rápido».
Otros coinciden en que los políticos han perdido el contacto con la gente, sobre todo en temas vinculados a los esfuerzos -que algunos consideran corruptos- para que el Mundial 2022 se haga en Qatar, y se inquietan ante la atención inesperada de los medios por los escándalos en torno a la construcción de los estadios.
La periodista Mariam Dahrouj se ajusta su velo mientras me habla de los temores de la gente.
«La gente en Qatar tiene miedo», cuenta. «De repente todo el mundo quiere vernos. Somos una comunidad cerrada, y quieren venir con sus diferencias. ¿Cómo podemos nosotros expresar nuestros valores».
La sociedad catarí está definida por clases, asociadas generalmente a la raza. Es extremadamente desigual.
Si se restablece el equilibrio -como por ejemplo, aboliendo el sistema conocido como kafala, por el cual los inmigrantes trabajan en situación de casi esclavitud, u otorgando la ciudadanía catarí a los inmigrantes- muchos temen que se erosionen la estabilidad y los valores culturales.
Pero la estabilidad aquí ya no es tan sólida y los valores están variando.
A medida que las relaciones regionales con Arabia Saudita y otros vecinos se desmoronan y los corrosivos temores por el impacto del Mundial -para el que aún faltan ocho años- se contagian entre los cataríes, el gobierno puede verse bajo presión para iniciar reformas.
En el mercado de Souk Waqif la gente disfruta de la cálida noche. El mercado es una réplica. El original fue derribado hace una década y reconstruido para parecer antiguo.
Es el único mercado que conozco donde los hombres andan con palas y escobas: aquí la limpieza es otra obsesión.
«Tengan un poco de solidaridad con los cataríes», me dice un antropólogo estadounidense que ha vivido por años en Doha. «Han perdido casi todo lo que les importaba».