Arturo Alejandro Muñoz
Fue en la noche de San Juan. ¿En qué año? No puedo precisarlo con exactitud; quizás en 1968…no lo sé. Sólo recuerdo que en ese día del mes de junio hacía un frío bárbaro. Había garúa y muy tempranamente la gente se recogió a sus hogares. A mi padre se le metió en la cabeza que aquello de “tesoros ocultos en la noche de San Juan” era algo que podía tener visos de realidad, de posible realidad; y como él siempre fue un hombre poseedor de buena suerte decidió salir a medianoche, con una pequeña palita en la mano, dispuesto a rastrojear en el antejardín, haciendo un pequeño hoyo en la tierra, pegado a la alta y gruesa verja de fierro.
Protegido con un grueso abrigo de color tan oscuro como esa noche, estuvo largos minutos encuclillado, accionando la pequeña pala, horadando la tierra, esperanzado en encontrar algo de valor…¡¡algo de valor, un tesoro oculto quién sabe por quién ni cuándo, en el antejardín de su propia casa!! Las locuras de mi padre no tenían parangón, pero al interior de la familia nadie las discutía… después de todo, había acertado tres veces (sí, TRES veces) el número ganador del gordo de Lotería. Jamás compró un “entero”, sino sólo algunos “vigésimos”, pero con ese currículum sólo cabía apoyarle en sus lucubraciones, ¿o no?
Opté por no discutir con él y dejarle que saliera al frío, a la garúa y a la negrura de una noche nublada para hacer de campesino inefable y rastrillar la tierra del antejardín, mientras Santiago (y nuestra calle Argomedo) dormían ajenos a los vericuetos propios de una leyenda en la que –siendo muy sincero- ya nadie creía. A excepción de mi viejo, claro está.
Cuando se acomodó ante las ligustrinas y puso rodilla en el piso, nadie, absolutamente nadie transitaba por la calle en ese instante. ¿Quién iba a caminar a medianoche en una jornada donde el frío calaba los huesos, más aún en un día laboral que pregonaba la necesidad de descansar para seguir con la rutina del trabajo a la mañana siguiente?
Pero, había alguien. Un cansado santiaguino, arropado como para viajar a la Antártica, caminaba pegado a murallas y rejas rumbo hacia San Camilo o hacia la avenida Portugal. Solitario, cabizbajo, ensimismado en sus pensamientos y problemas, el individuo apuraba el tranco procurando llegar pronto a su hogar para entibiar el cuerpo.
Sin embargo, en el preciso momento que aquel transeúnte pasaba apegado a la verja de nuestro antejardín (oscuro como boca de lobo esa noche) mi padre tuvo la bendita idea de tomar un descanso en su tarea de ’zapador’ y se levantó bruscamente suspirando profundo, apareciendo (tras las rejas) como una figura diabólica en la gélida noche de San Juan. El pobre tipo dio un respingo, un salto en verdad, y de sus labios escapó, sonoro y claro: “Ahhhh…rechuchas…conchemimadre”, y echó a correr hacia el poniente, perdiéndose en la bruma de esa tétrica medianoche, tal cual si el mismo mandinga lo persiguiera.
Mi viejo regresó al calor de nuestra casa, pala en mano, sin tesoro ninguno pero muerto de la risa. Tenía claro que la noche de San Juan ofrecía sorpresas. El pobre transeúnte, de seguro, pensaba lo mismo a esa hora.
Cada 24 de junio recuerdo esa anécdota de mi padre y el despavorido amigo que huyó a perderse aquella oscura y fría noche del 24 de junio de 1968. ¡Imposible olvidarlo!
Pero, ni mi querido padre ni nosotros imaginábamos lo que ocurriría de allí en más, pues el desconocido transeúnte echó a correr la bola contando a quien quisiera escucharle que en nuestra casa “penaban”, que había fantasmas y ‘ánimas’, ya que él mismo fue sorprendido y atacado por una de ellas en plena noche de San Juan. Y así fue que a ese bello castillito de Argomedo # 50 algunas personas lo acusaban erróneamente de ser residencia de espíritus.
Y no tan erróneamente en realidad, pues luego de aquel incidente acaecido en esa noche de San Juan, comenzamos a experimentar ciertas situaciones extrañas al interior de nuestro domicilio. ¿Imaginación solamente? Tal vez, pero fue una sensación colectiva ya que todos los integrantes de nuestro grupo familiar escuchamos y presenciamos lo mismo.

Para no entrar en demasiados detalles, relataré sólo dos de esos ‘fenómenos’ que nunca pudimos descifrar. Primero fue el piano que mi madre utilizaba para interpretar algunas viejas melodías. Estaba en el primer piso… todos los dormitorios sed hallaban en el segundo piso. Varias noches escuchamos claramente el sonido de las teclas y cuando bajábamos (en patota, por cierto) para ver de qué se trataba, encontrábamos el piano con su tapa cerrada.
En otras ocasiones era nuestro viejo teléfono el que sonaba (estaba ubicado casi al lado de ese piano), y quien bajaba a contestar el llamado encontraba el auricular del teléfono separado del resto del aparato. Sucedió varias veces y, extrañamente, a la misma hora en que mi padre había asustado al transeúnte aquel, involuntariamente, por cierto.
Durante meses vivimos con esos ‘fenómenos’ acompañándonos en algunas ocasiones, hasta que un día, mi viejo, harto ya de tantas cosas extrañas, decidió ponerles atajo. “Si yo soy el responsable de esto, entonces yo debo terminarlo”, dijo una noche. Nos envió a nuestros dormitorios permaneciendo él en el primer piso. Apagó todas las luces y comenzó a recorrer la casa gritando a todo pulmón cuanta grosería y cuanto garabato soez conocía, endilgándolos por cierto a los supuestos ‘fantasmas’.
Nunca más volvimos a experimentar nada parecido a lo que habíamos vivido en esos duros meses. La casa retornó a la calma y las noches fueron nuevamente placenteras.
Mis padres, muchos años más tarde, vendieron esa propiedad. Hoy, ella pertenece a Greenpeace. A los muchachos que trabajan allí habría que preguntarles si en alguna ocasión fueron visitados por espíritus juguetones y chocarreros. Sería interesante saberlo.